Para qué se iba a molestar en ocultarme aquel muestrario del horror, si ese recuerdo iba a ser borrado de inmediato de mi mente?.
Ciudad Delicias.- Clara, exacta y luminosa como una proyección cinematográfica, recordé la escena absurda de aquella anciana desprendiéndome una tirita de piel de la pierna y sacándome un chisguete de sangre del cuello.
¿Qué significaba aquello? ¿Por qué fui yo tan pasivo ante la amenaza? La señora bajita y rechoncha de pelo cano, con toda la apariencia de una abuelita ama de casa y bonachona, colocó las reliquias de mi persona en una especie de estante metálico. No tuvo empacho en que yo fisgoneara al interior del archivero en el que colgaban cientos de sobres con el mismo bultito de un frasco de sangre en cada uno, el estuchito con las tiras de piel, y una foto en blanco y negro de cada dueño de las muestras.
¿Para qué se iba a molestar en ocultarme aquel muestrario del horror, si ese recuerdo iba a ser borrado de inmediato de mi mente?
El caso es que un vestigio de esa memoria oculta y recóndita afloró en mi caso bajo la forma de un recuerdo exacto y meticulosamente detallado. Como un sueño, vino a mi memoria el día preciso de mi entrada en aquella casa, siendo yo un niño de primero de primaria en la primavera de 1967. ¿Entré drogado? ¿Estaba soñando?
Lo cierto es que en el recuerdo aparecieron detalles del interior de aquel inmueble que pude comparar con idénticos recuerdos de los miembros de una asociación fraternal de víctimas a la que de pronto me sumé en automático.
No había una razón lógica para que yo hubiese entrado por mi voluntad en la casa de ladrillos, a ninguna edad, porque nunca tuve ningún conocido en esa cuadra, ni en varias cuadras a la redonda, y el recuerdo de esa mi visita quedó escondido en un oscuro rincón del subconsciente.
Ahora la veo bien: en la calle Cuarta Poniente, en el mero costado Norte del enorme baldío que es ahora la Plaza del Santuario, exactamente donde está ahora el edificio de la estación de Radio 6-60, estaba la casa de ladrillos.
La dicha casa llamaba la atención porque en su fachada no tenía enjarre, ni pintura, sino los rojos ladrillos pelones, lo que 30 años después fue una moda pero que en 1967 era una verdadera excentricidad. Ladrillo rojo aparente. Grandes ventanas. Una reja metálica al frente y un jardincito con las matas y las flores usuales para esta región del mundo.
Todo comenzó, o mejor dicho, recomenzó, con una llamada, 38 años después de aquellos sucesos.
La primera reacción que tuve al recibir aquella comunicación, fue colgarle al bromista que estaba del otro lado de la línea. Con la llamada misteriosa que llegó a mi celular, una voz ronca y apagada me aseguró que no me arrepentiría de acudir a una cita en el vado de Rosales.
Yo me propuse seguirle la corriente... ¿qué podía perder?
CONTINUARÁ MAÑANA
Autor: Froilán Meza Rivera
Fuente: WWW.eldiariodechihuahua.com.mx
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