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03.08.2015 08:11 am
Por: FAVOR DE NO TIRAR AL NIÑO Cecilia Soto

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Hablemos claro: el objetivo principal de programas de desarrollo social como Oportunidades/Prospera no es la reducción de la pobreza, aunque bien instrumentados pueden incidir positivamente hacia este objetivo.

El objetivo principal es el desarrollo del capital humano en circunstancias en las que, sin este tipo de intervención, no sólo no habría avance en las capacidades y habilidades de los pobres sino incluso habría —y lo hay— deterioro y hasta destrucción de las capacidades físicas de millones de personas afectadas por esta condición económica. Por esta capacidad de prevenir el deterioro de los recursos humanos, no hay país desarrollado en el mundo que no cuente con programas de transferencia de ingresos.

Los programas de transferencias económicas condicionadas como Progresa/Oportunidades/Prospera deben asegurar que la desnutrición no afecte las capacidades cognitivas de las generaciones afectadas por la pobreza, que la asistencia a la escuela garantice el desarrollo de habilidades y capacidades que sean útiles para la inserción productiva futura de esos jóvenes e influyan positivamente en la productividad general de la economía, que las enfermedades infecciosas y diarreicas típicas de la pobreza no acaben prematuramente con las vidas de muchos de ellos, etcétera. Bien diseñados incentivan el empoderamiento de las familias, la emancipación de las mujeres y una revolución cultural en el trato hacia las niñas. Se trata de efectos generacionales y ya los hay: mejoras en talla y peso, casi nueve años de educación como promedio nacional, reducción en mortalidad infantil, igual número de niños y niñas inscritos en la educación básica, aumento significativo de estudiantes en bachillerato y escuelas técnicas y muchos avances más en capacidades y habilidades.

Para reducir la pobreza en forma significativa hay dos instrumentos básicos: crecimiento económico y reducción de la desigualdad. O, en el mejor de los casos, la complementariedad entre estas dos herramientas. Es posible reducir la pobreza significativamente en contextos de crecimiento económico muy modesto mediante la reducción de la desigualdad. Así sucedió en Brasil entre 2001 y 2005, en la segunda mitad de la presidencia de Fernando Henrique Cardoso y la primera del presidente Lula. En ese periodo el ingreso per cápita sólo aumentó 0.9% anualmente, mientras que el ingreso de los deciles más pobres aumentó entre ocho y diez por ciento. La desigualdad tuvo una disminución de 4.5% gracias a una recuperación moderada, pero continua, del salario mínimo y una disminución de los ingresos de los más ricos debido a una reforma que limitó la fórmula de cálculo de las jubilaciones de los trabajadores en el sector público, extremadamente generosas comparadas con las jubilaciones de los trabajadores en el sector privado.

Es claro que el crecimiento económico vigoroso puede aumentar los ingresos de sectores mayoritarios. Pero sin mecanismos igualadores y de formalización del trabajo puede no tocar a aquellos sectores desvinculados del trabajo no precario y puede mantener intacta la desigualdad en el país. Sin mecanismos que combatan la desigualdad se requieren tasas de crecimiento mucho más agresivas para lograr el mismo efecto de reducción de la pobreza que con políticas de combate a la desigualdad, entre las que, sin duda, están las de desarrollo social y las de mejora de la educación.

En México no crecemos porque se favorece oficialmente un salario precario y se invierte poco y mal. En los últimos 30 años el promedio educativo ha aumentado de seis años a nueve años, pero estos avances no afectan la baja productividad nacional porque estos recursos humanos mejor educados y más saludables no tienen a su disposición en sus lugares de trabajo mejor capital físico y más tecnología y en su vida personal, con la excepción de una minoría, devengan un salario miserable, largos trayectos para ir al trabajo y un futuro incierto para la edad madura.

Como ya lo documentó el estudio Política de crecimiento para el salario mínimo para México y el Distrito Federal, el salario mínimo ha perdido 71% de su poder adquisitivo en los últimos 40 años y se ha mantenido estancado en la última década, desfasado y por abajo del valor de la canasta básica y más aun de la canasta básica ampliada. Y no son “unos cuantos que perciben el salario mínimo”, como se argumenta, sino siete millones de trabajadores.

No le pidamos peras al olmo: no le exijamos a la política social que reduzca significativamente la pobreza cuando sólo tiene instrumentos para que ésta no cause daños permanentes en millones de mexicanos, no vaya a ser que tire el agua de la bañera con todo y el niño. En cambio, reflexionemos nuevamente sobre las experiencias exitosas que combinan recuperación del ingreso y mecanismos igualadores. Nos encontramos en Twitter: @ceciliasotog


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16/04/2024
Por: Dr. Fernando A Herrera Martínez



 
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