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CHIHUAHUENIDAD
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Por: Alfredo Espinosa


La chihuahuenidad comenzó a ser narrada desde el río de los acontecimientos de 1986, en que cada uno de los chihuahuenses se convertían —voluntariamente o no— en protagonistas, espectadores, analistas, testigos, en fin, de una etapa prodigiosa y singular. La exuberancia de las diversas manifestaciones sociales (económicas, políticas, religiosas, culturales) significó, por lo menos, un retorno al asombro, un entrenamiento en el arte para desfacer entuertos, un despliegue de las capacidades chihuahuenses para propiciar el diseño de una sociedad distinta. En ese tiempo los sueños se desbocaban y se hablaba de chihuahuenizar al país.

A principios de 1987, regresé a Chihuahua después de siete años de haber vivido en la ciudad de México y de haber trabajado algunos meses en la sierra de Oaxaca. En esos años pude constatar, deslumbrado, la existencia de varios méxicos que desde lo profundo emergían como un prodigioso árbol de flores diversas.

A mi retorno, Chihuahua era otro. O el mismo de siempre pero con los rasgos de carácter más pulidos en las turbulencias de una nueva y vigorosa etapa de regionalismo. Yo también era otro, el mismo pero distinto. Todavía perplejo y conmovido inicié una columna periodística semanal bajo el título general de Chihuahuenidad, término que acuñé para dar fe y reflexionar sobre el escurridizo tema de la identidad regional.

Durante mi estancia defeña, me había integrado a un grupo de estudio que se interesaba por las identidades mexicanas, y entre otros libros, polemizamos sobre México en la cultura, de Samuel Ramos y El laberinto de la soledad de Octavio Paz, libros emblemáticos de la mexicanidad, y más tarde, La jaula de la melancolía de Roger Batra, un metaensayo cuyo objeto de estudio son las construcciones sobre “el carácter nacional” generadas desde el poder político para crear un sujeto tan imaginario como manipulable. Batra propone una metáfora como modelo de sus exploraciones: el axolote, un invento para generar interpretaciones.

La pugna de las ciencias persiste; su búsqueda de verdad y legitimidad de sus interpretaciones del mundo y sus múltiples fenómenos provoca que entre una y otra se combatan los modelos teóricos y sus métodos: en estos tiempos ya no se explica con literatura, psicología y filosofía los modos del ser mexicano o chihuahuense; hoy la antropología e historia destruyen con mazos y espadas los perfiles del hombre, revela las claves de los intrincados laberintos solitarios, y convierte las motivaciones personales e inconscientes en simples resultados de procesos históricos y sociales. Desvanecen la magia de cristalizar al mexicano con una breve descripción y unos cuantos adjetivos, un trauma, algunas imágenes, dos o tres canciones. Y sin embargo, las demoledoras antropología e historia, explican pero no logran, al final de cuentas, definir o aproximarse a las caracterologías que, indudablemente, se observan en ciertos grupos humanos.

Es incuestionable que los chihuahuenses son diversos y unos grupos suelen compartir muy pocas historias, rasgos o procesos sociales; pero también resulta inobjetable que, en conjunto, existen una serie de características y comportamientos chihuahuenses que son distintas, digamos, a las que a vuelo de pájaro se observan en los yucatecos.

La única certeza es que es inasible la realidad, mucho más la que ha ocurrido en siglos pasados; es como describir la imagen de agua en el río, rizada por el viento de junio, de un día lejano que el corazón recuerda porque entrelazó su mano con la de su amada. En otras palabras, si se desea una explicación más o menos verosímil sobre el asunto de las identidades, es indispensable la mayor información posible sobre el objetivo a explorar y después atreverse a poner el otro pie en el resbaladizo territorio de las conjeturas, especulaciones, literatura y magia.

Durante mi residencia en el Distrito Federal, a mis compañeros, casi todos del centro del país, les parecía natural que Samuel Ramos tomara como modelo de sus teorías de identidad al peladito mexicano y a su antípoda el catrín, y ni por asomo se le ocurría pensar en la existencia de otros tipos de mexicanos. Les parecía incontrovertible lo que a mí me sorprendía. Pelado y catrín muy poco poseían en común con el ranchero norteño, con los indígenas de tierras ásperas y áridas.

Por su parte Octavio Paz —pensamiento luminoso y pluma deslumbrante— conjeturaba sobre la ilusoria mexicanidad teniendo como raíz y núcleo a la Mesoamérica prehispánica (que comprendió el centro y el sur del México actual y una parte de Centroamérica). A finales del siglo XV y a principios del XVI, la poderosa Mesoamérica y la expansiva España chocaron en tierras americanas entre equívocos cosmológicos y atrocidades guerreras. Este encontronazo generó una nueva raza y un fascinante sincretismo religioso y cultural. Sobre el pentagrama de los procesos históricos, a saber, la traumática conquista y el periodo colonial de la Nueva España que culminaría con la guerra por la Independencia, Octavio Paz escribe las notas que aclararían algunos rasgos culturales y conductuales que en ese proceso fueron construyendo a los mexicanos, pero es en Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX donde pone a prueba sus hallazgos identitarios de la mexicanidad. Con deslumbrantes arrebatos y sólidos argumentos, Paz estudia los modos con que los mexicanos, arrastrados por los sucesivos oleajes migratorios, se comportaban en una sociedad diametralmente distinta. Ahí, en esas tierras ajenas y extrañas, los mexicanos, ya también distintos, recibieron nuevos nombres: pochos, chicanos, pachucos. ¿Cuáles rasgos de la mexicanidad –se preguntó Paz—, prevalecían en los mexicanos que residían en tierras de anglos, como manifestaciones de su pasado prehispánico y colonial? El escritor mexicano expone sus ideas al respecto, sin embargo, me desconcertó el salto olímpico en su discurso: de Zacatecas hasta los Ángeles, California, ignorando la tierra de en medio, es decir, Aridoamérica, el septentrión, la patria bronca abandonada por la mano de Dios, en donde hoy se encuentran los estados norteños.

Con los norteños, Paz hubiera avanzado en sus teorías sobre la otredad. La diversidad de los distintos méxicos y mexicanos era más evidente en sus extremos: Chihuahua y Yucatán. Pero otra vez, el (in)justo medio, el centro, fue la medida de todas las cosas: el defeño como paradigma de lo mexicano.

¿Es que ningún rasgo de lo mexicano aportamos los norteños?

La única referencia de Octavio Paz a estas tierras bárbaras es ésta, todavía actual: “Al norte, en los desiertos y planicies incultas, vagaban lo nómadas, los chichimecas, como de manera genérica y sin distinción de nación llamaban a los bárbaros los habitantes de la Mesa Central.” En la versión más actualizada, los chilangos siguen sosteniéndola llamando bárbaros a los norteños.

Al hablar de la Revolución Mexicana, Octavio Paz tuvo la oportunidad de enmendar el error de haber omitido al norte mexicano, (su historia violenta, su geografía abrupta rica en minas y bosques, composición social, su alma levantisca), pero prefiere regodearse con el porfiriato y con el movimiento zapatista. Pancho Villa es apenas mencionado y siempre como un hombre sin aspiraciones, guerrero y bandido, cruel e inculto, y no como el hombre con el cual emergieron las aspiraciones más legítimas y pisoteadas de los rancheros, apareceros y campesinos. Octavio Paz sucumbe a los hechizos de los jefes revolucionarios, y otra vez, desatiende los sucesos norteños.

Samuel Ramos y Octavio Paz, indudablemente los autores más acuciosos en el estudio de la identidad, nunca integraron a sus estudios el peculiar modo de ser de los norteños mexicanos. ¿Hasta qué momento de nuestra historia patria comienza a existir Chihuahua como parte de la mexicanidad?

Santiago Ramírez, al observar que la intelectualidad mexicana se hechizaba con el estudio de “lo mexicano” desde los años treintas a los setentas del siglo XX, también reflexionó sobre el elusivo asunto de las identidades. Aun estaban frescas las heridas de la Revolución, quizá por eso, el autor de El mexicano y sus motivaciones dedujo que se experimenta la sensación de ser diferente, incluso único, a partir de dolencias y sufrimientos, y que a través de esas experiencias traumáticas, los pueblos y los hombres, al igual que los órganos del cuerpo, se individualizan.

Quizá esa historia traumática que nos hace sentir únicos ha motivado que algunos chihuahuenses nos interesemos en esa difusa entidad que solemos llamar “lo chihuahuense”.

Son muchas las dolencias y sufrimientos que ha padecido Chihuahua a lo largo de su historia: aquí sucedió el exterminio en lugar de la colonización. Los españoles, criollos y mestizos acudían a la Nueva Vizcaya en calidad de conquistadores; poseían un dios que creían único y verdadero. Llegaron a tierra de indios que supusieron sin alma, ni dios ni entendimientos. Pero eran los conquistadores Caras Pálidas que no escucharon la voz india de piel roja que les decía: “Nosotros estamos seguros de esto: la tierra no es del hombre, sino el hombre es de la tierra... El hombre no teje el destino de la vida. El hombre es sólo una hebra en ese tejido. Lo que haga en el tejido se lo hace a sí mismo. El Cara Pálida no escapa a ese destino aunque hable con su Dios como si fuera su amigo”. La ambición de los conquistadores fue la medida de sus actos y exterminó a varias tribus indígenas, llevó a cabo un desorbitado saqueo de sus minas, la extinción de los búfalos y la depredación de sus bosques, la explotación de sus hombres en lugar del intercambio y la complementariedad. En Chihuahua se fusiló y decapitó al Padre de la Patria. Chihuahua, luego de vencer al mundo indígena, resistió los ímpetus colonizadores de los gringos y de los franceses y al abandono del centro del país en los momentos más álgidos de su historia; Chihuahua ha sobrevivido, incluso, a los atroces combates fraticidas de la Revolución; con frecuencia ha padecido incomprensión de parte del poder centralista.

Sí, Chihuahua es un almacén de tempestades.

Las ciudades edificadas en tierras bárbaras han sido testigos de esa tenacidad constructiva del chihuahuense, y también de la poderosa vocación demoledora de los patrimonios que ha logrado erigir. Creadas, demolidas y vueltas a erigir, las ciudades de Chihuahua se edifican, no sobre sus ruinas, como el imperio español sobre el azteca, sino sobre sus propios fantasmas. Así también su identidad.

¿Cuándo llegamos a ser chihuahuenses los chihuahuenses?

¿Fue en el momento en que los indios chichimecas construyeron Paquimé?

¿Cuándo Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Estebanico, según la versión de fray Marcos de Niza, alucinaron Cíbola, Quivira y las demás ciudades de oro?

¿Fue cuando los apaches y las demás tribus indias, nómadas y semisedentarios, andaban de pie volante galopando por estas tierras cazando bisontes cíbolos, sintiendo la libertad del viento y la inmensidad de las tierras?

¿Fue cuando llegaron los primeros aventureros españoles, al mando de Francisco de Ibarra, declarando que a partir de ese momento todo espacio que pisaran y alcanzaran a mirar pertenecía a la Corona?

¿Fue cuando hallaron plata y decidieron fundar Santa Bárbara, el primer pueblo de la Nueva Vizcaya?

¿Fue en el instante en que chocaron dos culturas, los tenaces españoles y los indios indomeñables, iniciándose los combates por el territorio?

¿Fue en el momento en que se inventó la palabra Chihuahua para designar estos lares? ¿O cuando se le otorgó sus límites geográficos?

¿O acaso cuando se erigieron vencedores los españoles y criollos, todavía más feroces que los feroces apaches (como le llamaban a todo indio que se moviera con pie volante) que combatían, y que lograron exterminar junto con la mayoría de las tribus indígenas (Conchos, Tepehuanes, Guarojíos, Tobosos, Tapacolmes, Chiricawas, Rarámuris, Mezcaleros, Comanches, etc.) que habitaban éstas regiones?

¿O fue cuando juzgamos, al estilo hipócrita de los españoles en el poder local, que antes del juicio ya estaba dada la condena, fusilamos, al antiguo y autómata estilo militar que dispara sobre los acusados con unas vendas sobre los ojos todavía más oscuras que las del mismo acusado, y decapitamos, al estilo apache o del despiadado Kirker, al padre de la patria, Don Miguel Hidalgo y Costilla?

¿Llegamos a ser chihuahuenses cuando Luis Terrazas, aprovechando que poseía en sus manos todo el poder político, facturó a su nombre el estado de Chihuahua?

¿Fuimos chihuahuenses los chihuahuenses en el momento en que Benito Juárez se refugia en el desierto, albergándose en estas tierras a las que llega en una carreta desvencijada cargando las Leyes de Reforma y La República acosada por el imperio de Maximiliano?

¿O fue, acaso, cuando los gringos se apoderaron del 51% del territorio nacional y todavía Santa Anna les vendió La Mezilla?

¿O cuando los chihuahuenses se levantaron en armas elementales y fueron vencidos estrepitosamente en Sacramento, por esos mismos gringos rapiñosos?

¿O fue cuando los tomochitecos, con todo el poder de Dios y guiados por la Santa de Cabora, se enfrentaron al ejército de pelones de Porfirio Díaz?

¿O de plano sucedió cuando Pancho Villa irrumpió en la historia a punta de pistola, y su pueblo gritaba al mirarlo rayar su zaino renegrido ¡Viva Villa, cabrones!?.


alfredo.espinosa.dr@hotmail.com
www.alfredoespinosa.com.mx

manuelgandaras@hotmail.com
ES

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16/04/2024
Por: Dr. Fernando A Herrera Martínez



 
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