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LOS NAUFRAGIOS DE LOS LOCOS EN EL DESIERTO DE ALCALÁ.
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Por: Alfredo Espinosa.
Era Junio. El sol ardía en el desierto de Alcalá. Fue en 1983. La autoridad municipal había cometido un homicidio colectivo: levantó a los enfermos mentales que deambulaban por las calles de Chihuahua, los encarceló algunos días. Nadie los reclamó. Los locos son seres verdaderamente vulnerables. Nadie les echaba de menos. Hacían estropicios en la cárcel, no sabían comportarse. Y luego tomaron la decisión de tirarlos en el desierto.


Ganó otra vez la impunidad. Quien dio la orden de este crimen, jamás fue aprehendido.

Yo, estudiante de Psiquiatría, no podía creer que ese homicidio alevoso hubiera ocurrido. Empecé a escribir mi novela Infierno grande, para denunciar los hechos, para que nunca más volviera a ocurrir.

Aquí, unos fragmentos de la vida (recreada literariamente) de los locos durante esos cinco días de su infierno:

1.-Lucio Galaviz arrancó la julia. A los encandilados les ardió en los ojos la arenisca que levantó al irse. Los ruidos de la camioneta se difuminaron en la extensión sin límite.

Como una pelota amarilla y ardiente, el sol rodaba a sus anchas por el desierto. Cuando el Sanforizado logró desencandilarse, atajándose con ambas manos los rayos del sol, escrutó el infierno en donde Lucio los había tirado y en el colmo de la desolación dijo:

Aquí no hay nada de nada.

María de la O recuperó enseguida los ojos del deslumbramiento. Miró a su alrededor sólo para comprobar lo dicho por el Sanforizado. Las quietas olas de arena permanecían calladas ante su mirada. Quiso caminar sin rumbo pero sus pies se hundían en los calderos de la arena.

¿A qué nos trajeron aquí? –preguntó sin esperanza.

Aquí nos tiraron –respondió el Sanforizado.

¿Y qué esperamos? –volvió a preguntar apabullada por el desaliento.

Estamos esperando la muerte.

2.- A las tres de la tarde el sol atraviesa con sus rayos todo lo que toca.

Estaba adormilado sobre el fresco de la hielera –continuó su relato el niño a los enardecidos alboreases que lo rodeaban en la Presidencia Municipal- cuando escuché un ruido que venia del desierto. La julia había regresado. Lucio me entregó el casco y se tomó, de un solo trago, otra soda. La julia venía vacía. No me atreví a preguntarle: ¿Lángara, dónde tiraste a esos hombres?

3.- Mortificados aún por la elección de Lucio Galaviz para meterlos, por la fuerza, dentro de la camioneta de la policía, y de tirarlos en el desierto, le preguntaban a Terencio:

-¿Cómo la reconocen? ¿Qué cara tiene la locura?

-Tu cara.

-¿De qué color es la locura?

-De tu color.

-¿Es el mar aquello que a lo lejos hace olas?

-Es tu sed.

-¿A qué venimos aquí, Terencio?

-A esperar la muerte.

-A mí la muerte -dijo entre hipos Rufino- nunca me rozó ni el pensamiento.

Terencio dio unos pasos.

-He dicho que los frecuentadores del desierto habrán de en­contrarse con animales aulladores y sin sombra. Aquí la culebra empolla sus huevos bajo la arena; aquí, en estas ari­deces, hasta los príncipes llegan a ser nada. En donde quiera que ustedes deseen levantar sus lugares de fortificación, crecerán es­pinos, cardos y yerbajos venenosos. Ustedes fueron conducidos al lugar de la necesidad y la ruina. Estamos esperando la muerte.

4.- Cuando cayó la noche sobre el desierto, se le vieron los cuer­nos a la luna.

Pedro Albor se iluminaba con una luz distinta, propia, en su posición de crucificado. A sus pies, Altagracia evocaba la historia de aquella noche en que fue perseguida y alcanzada por el hombre que fue su marido y que le mataron.

A los locos de Alcalá se les reveló, desde la primera noche, lo que no alcanzó a vislumbrar el padre Krauss: la Santa estaba posesionada por los súcubos jóvenes y glotones que mantenían encendida su pasión. Cada vez que esos espíritus se posesionaban de ella, la Santa parecía entregarse, sin pudor, a los deseos voraces de sabios adúlteros que trataban a su cuerpo como a una ima­ginación pervertida.

Los locos la escuchaban orar con largas e ininteligibles leta­nías, entre las cuales se entrometían las evocaciones sensuales que la enfebrecían y que la hacían caer violentamente sobre la arena.

"Y entonces entró como un animal del monte y me enterró, ese cuchillo carnoso y de punta encendida; traspasó las profundi­dades de mi ser y un dolor exquisito recorrió mi entraña. Yo me entregué a su rienda, moviéndome según su ritmo, desbocándome a ratos ... "

Y la Santa levantaba la espalda de la arena y, apoyada en sus cuatro miembros, se alzaba y recorría sin rumbo los espacios ili­mitados mientras hablaba en lenguas y terminaba convulsionando.

5.- Al tercer día se le echaron encima todas las figuraciones del de­sierto.

Frustrado en las batallas del deseo, Rufino montó en cólera contra las fieras imágenes producidas por un cerebro de viejo ca­lenturiento, insolado, y sin la dosis de valor que sólo el licor le proporcionaba.

Su cabeza era una jaula de gritos insolentes. El vocerío roda­ba sobre la arena como una torrentera de suplicios. Los desvaríos infernales del desierto se habían apoderado por completo de Rufino: Los miraba reírse de su desgracia, burlarse indecentemente resoplándole sus dudas secretas y difundiéndolas en ese aire chis­moso que iba a Albores y que de allá venía sin que se perdieran, jamás, sus ecos eternos. Eran voces, gritos, de sus cosas más ínti­mas y temidas:

“¿Por qué no te casaste, Rufino?

“¿Será, acaso, porque eres puto?”

Y otros agravios que un hombre recto como Rufino no podía tolerar. Fue cuando sacó el puñal de su bota derecha y anduvo por todo el desierto persiguiendo a los desfiguros, a los enigmas de la transparencia. Los cuchicheos lo indignaban:

Aquí estoy para que me lo digan frente a frente –los retaba Rufino, pero los seres de los espejismos se carcajeaban y lo vio­lentaban aún más. Rufino se abalanzaba para matar o morir, pero en sus raptos de furia sólo lograba perder su torpe equilibrio de viejo ensotolado y no atinaba, luego de muchos intentos, más que a rasgar el aire sólido del desierto de Alcalá.

Estaba en las garras de la resaca y del delirio, dispuesto a vengarse de todos los que se la debían. Escuchaba a Segovita decirle: “Viejo pendejo”, y sentía, impotente, cuando le escu­pía la cara y Rufino se emperraba en contra de esas imágenes que se desdibujaban cuando intentaba acuchillarlas.

Las voces lo llevaron a considerar que de no haber descubier­to ese bulto inmundo en la entrepierna de María de la 0, los desfiguros del desierto no le dirigirían esas indecencias acerca de su virilidad y honorabilidad.

Convencido, se dispuso a arreglar cuentas con María de la 0, y demostrarles a las imágenes de su mal, que esa mujer enga­ñosa no viviría para contar todo lo que lo había hecho padecer, que no le iba a colgar a ella lo que a él mucho le sobraba.

Al mirar a María de la 0, le saltó encima. María no supo leer otras intenciones distintas a las de la lujuria y pretendió, para entretenerse, cocorearlo un poco sobre la arena. La torpeza de Rufino era ridícula, pero María de la O no tomó en cuenta que la fiereza de los locos no era como la de los hombres domesticados con los que estaba acostumbrada a lidiar, por eso se equivocó con Rufino, a quien se le había destartalado lo único cierto que tenía en la vida. María de la O no supo distinguir esa diferencia.

Cuando Rufino logró atraparla, de inmediato comprendió su error, pero ya era demasiado tarde. La sometió de tal modo que no pudo escapársele, ni siquiera por los desesperados forcejeos que realizó cuando vio elevarse el puñal de Rufino.

6.- El sol, Terencio, siempre nos mira de frente y enojado.

¿Y cómo querías, Sanforizado, si el sol no tiene, como la luna, perfil?

Tiene el ceño muy fruncido. ¿Será porque a su paso nadie le ofrece ni siquiera un buche de agua?

Todas, Sanforizado, se las bebió una vez que pasó con harta sed. Aquí, donde venimos a morir, era mar. ¿No escuchas esos lamentos?

Los escucho, Terencio.

Son los ecos de las olas abandonadas que viven, como ánima en pena, en cada grano de arena.

Las he oído, Terencio, en las piedras que cantan cuando las arrojo al agua de los ríos.

Como este caracol petrificado, Sanforizado, alguien nos en­contrará tirados en el desierto. Todo lo que vive en el desierto, trae por dentro su nostalgia de mar.

6.- Estoy fuera del mundo, Terencio, no estoy loca. Dios se equi­vocó conmigo.

Te parieron los mitos, María de la O.

No hay lugar que sea mío. Todo se me va como esta arena entre mis dedos.

Tú estás hecha de esta arena. Eres tú la que se va entre sus dedos.

No me entiendes, Terencio, te digo que todo fue falso cuando yo quise ser cierta.

Los simulacros, se te han de haber metido los simulacros.

No tengo por dónde se me meta nada, Terencio.

No esperan, María de la O, rendijas, los

simulacros, para entrar. Al morar en las personas, confunden sexos y naturalezas.

Estas carnes que me enfundan, Terencio, no son las que mi alma necesitaba para derramarse en ellas.

Cuando dos naturalezas se confunden pueden sobrevivir mucho, pero jamás reproducirse.

¿Y a quién le importa reproducirse? Yo vine a morirme con ustedes.

¿No te has dado cuenta, María de la O, que no eres mujer?

Mi alma, Terencio, es una mujer.

No tienes, como mujer, por dónde se te den los hijos ni en dónde anidarlos. No eres mujer, María de la O, eres como las sire­nas: un mito. Equivocaron contigo el rumbo, siendo del mar, te castigaron con el desierto. Aquí te tocó navegar.

Es mejor que me muera, Terencio. Que desaparezca.

Espérala. No ha de tardar, María de la O, la muerte.

*Fragmento de mi novela Infierno Grande. Trata sobre un homicidio colectivo perpetrado por la Policía Municipal, en la ciudad de Chihuahua, contra los enfermos mentales.

Fuente: manuelgandaras@hotmail.com
HEC

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16/04/2024
Por: Dr. Fernando A Herrera Martínez



 
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