LA GATA
Por: J. M. Rentería
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Ella no atiende, ella manda en la barra de la cantina, sus dominios. Sus mejores atributos son sin duda sus hermosos ojos de gata.
Tiene además las comisuras de los labios ligeramente vueltos hacia arriba, como de gata. No es difícil suponer que en los festejos de primavera en el kínder o primaria su madre la disfrazaba precisamente de eso, de gata, sólo había que dibujarle unos bigotes, y ¡listo!.
Tiene además el andar elástico, elegante y silencioso que solamente tienen los felinos. Va vestida con un vestido color gris brillante sumamente corto que hace lucir sus largas piernas.
Al más leve indicio de alboroto en la barra o las mesas del lugar –sus dominios-- se pone de inmediato alerta y lo recorre con la mirada. Luego se relaja y adopta la actitud indiferente que es común en todos los gatos.
A la hora del cierre, cuando ya el último de los clientes se ha ido, rápidamente hace el corte, se toma un momento de respiro, observa con sumo interés a un ratoncillo que nerviosamente aparece para desaparecer rápidamente. Con toda calma saca un pequeño cuenco de plástico en los que normalmente se ponen las salsas, vierte en él un poco de leche y lo coloca en uno de los extremos de la barra. Se toma un respiro. Emite un casi imperceptible ronroneo –como de gata--, luego entreabre una de las ventanas del lugar, una abertura de apenas unos 10 o 15 centímetros. Cierra con llave –por dentro—las puertas del local y apaga las luces.
Instantes después, por el hueco de la ventana sale una hermosa gata de color gris obscuro, salta a la banqueta. Su pelaje brilla aún más al recibir el baño de luz de la luna de octubre. Otea por unos instantes el tibio aire. Con lengua y patas delanteras se acicala brevemente la pequeña cara. Maúlla dos o tres veces antes de encaramarse en la azotea del bar para de ahí saltar a los techos contiguos. Se detiene un momento. Se ve feliz. Se sabe totalmente propietaria del resto de la noche.
Un poco antes de amanecer, cansada pero felíz, retorna al lugar. Entra por la misma ventana. Se sube a la barra y con calma lengüetea en el cuenco con leche. Ya satisfechas su sed y hambre, desciende de la barra. Ronronea un poco. Frota voluptuosamente su cuerpo contra el brillante vestido gris que reposa en uno de los bancos, para finalmente retirarse a recuperar las fuerzas gastadas en la ajetreada noche.
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Por: Dr. Fernando A Herrera Martínez |
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